En la disminuyente lejanía, Las nubes se presentan
amenazantes, negras, pesadas marchando al ritmo sin compas de sus truenos.
Internos alaridos de batalla para sus soldadas kamikazes, de 100 gotas que se sacrifican a
la causa sin cuestionar, 50 logran infiltrarse en nuestros techos. Y las otros 50 agrietan aun mas las ya
muchas grietas agrietadas.
entonces cada bote,
cada cazuela es llamada sus puestos de defensa y contención. Recibiendo a los
soldados marchando como goteras antes de que logren su cometido suicida, estropeen
los muebles de la sala, o hagan charco la cocina, o empapen la alfombra de la
recamara y apeste a agua de lluvia por los siguientes días.
Un correteadero
moviendo botes y cazuelas, las goteras muy inteligentes apenas se enteran que
encontrámos su punto de infiltración, se mueven sigiliosas por las vigas de la
casa. Y entonces reanudaban el bombardeo, al estilo de tortura china sobre los
enseres de la casa.
Dejando el caos, dentro de la casa detrás de mí, miraba por
la ventana, esperando lo predecible, la rutina, el ritual del abuelo.
Separado de la casa esta su cuarto, casi en tapias, que no
se derrumba por arte de magia o porque él y su guarida han hecho un pacto o un
reto uno con el otro, de no derrumbarse uno antes del otro. Y en este apuesta o
solidaridad ha sido la clave de su larga arrogancia contra la carrera de la
vida, que ya hace mucho sobrepaso su meta
y muerte, que aun no le ha podido dar alcance.
El abuelo salía, lento, impávido, dejando que la lluvia
lavara el salitre de sus ropas añejadas como segunda piel en el vinagre de sus
pellejos.
Con el brazo colgando como miembro inerte, excluido del
resto de nervios con textura de carne seca,
pero tensado por la firmeza con
la que sostenía el cuchillo carnicero, que de tanto afilarse y no darse el uso
ortodoxo, estaba rayado, eliminando el antiguo resplandor y reflejo, con
irregularidades en su filo, chimuelos a razón de usarse para golpear en lugar
de cortar.
El abuelo se desliza bajo la lluvia hasta el centro del
patio, el con su cuchillo percudido, simulacro de machete envalentonado,
simulacro de espada encantada de quijote, y él como era de esperarse, simulacro
de caballero senil de novela de cervantes.
Alzaba el brazo
desafiante, con el cuchillo como extensión de ese brazo curtido a soles, ese
manojo de huesos y nervios envueltos en baqueta vieja.
El rito comenzaba, bajo la lluvia sin compas ni descanso, el
permanecía calmo, frente a la precipitación recitando un mantra secreto, ininteligible, que se adivinaba pagano, hipnótico
rezar bajo la lluvia
Mientras el curso del conjuro encontraba su camino hacia y
en contra la naturaleza misma, el abuelo blandía el remedo de machete, hacia el
cielo como si blasfemara contra lo que otros llamarían una bendición,
blandiendo el arma gnóstica que empuñaba, como dirigiendo una orquesta que no
atina a hacerse callar, esperando con el conjuro realmente cortar la lluvia, desarticular las nubes tan fácil y sin riesgo
con la facilidad que se arrancan pedazos de un algodón de azúcar.
Cuando la lluvia, comenzaba a aminorar, el abuelo le daba la
espalda, al cielo con el gaznate lleno de truenos, como quien después de ganar una batalla deja
al contrincante en el suelo herido aun resollando injurias, para que vuelva
sobre sus pies a darle el tiro de gracia u otra oportunidad de poder ganar la
pelea, porque se prefiere todo, menos la humillación de la misericordia.
No podría decir que lo que el abuelo hacia era inútil, ya
que, eventualmente la lluvia paraba, y sin embargo nunca le cayó un rayo, aunque
literalmente rezaba por ello.
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