martes, 13 de agosto de 2013

el cuchillo contra el cielo.




En la disminuyente lejanía, Las nubes se presentan amenazantes, negras, pesadas marchando al ritmo sin compas de sus truenos. Internos alaridos de batalla para sus soldadas kamikazes, de 100 gotas que se sacrifican a la causa  sin cuestionar, 50 logran infiltrarse en nuestros techos.  Y las otros 50 agrietan aun mas las ya muchas  grietas agrietadas.
 entonces cada bote, cada cazuela es llamada sus puestos de defensa y contención. Recibiendo a los soldados marchando como goteras antes de que logren su cometido suicida, estropeen los muebles de la sala, o hagan charco la cocina, o empapen la alfombra de la recamara y apeste a agua de lluvia por los siguientes días.
Un  correteadero moviendo botes y cazuelas, las goteras muy inteligentes apenas se enteran que encontrámos su punto de infiltración, se mueven sigiliosas por las vigas de la casa. Y entonces reanudaban el bombardeo, al estilo de tortura china sobre los enseres de la casa.
Dejando el caos, dentro de la casa detrás de mí, miraba por la ventana, esperando lo predecible, la rutina, el ritual del abuelo.
Separado de la casa esta su cuarto, casi en tapias, que no se derrumba por arte de magia o porque él y su guarida han hecho un pacto o un reto uno con el otro, de no derrumbarse uno antes del otro. Y en este apuesta o solidaridad ha sido la clave de su larga arrogancia contra la carrera de la vida, que ya hace mucho sobrepaso su meta  y muerte, que aun no le ha podido dar alcance.
El abuelo salía, lento, impávido, dejando que la lluvia lavara el salitre de sus ropas añejadas como segunda piel en el vinagre de sus pellejos.
Con el brazo colgando como miembro inerte, excluido del resto de nervios con textura de carne seca,  pero  tensado por la firmeza con la que sostenía el cuchillo carnicero, que de tanto afilarse y no darse el uso ortodoxo, estaba rayado, eliminando el antiguo resplandor y reflejo, con irregularidades en su filo, chimuelos a razón de usarse para golpear en lugar de cortar.
El abuelo se desliza bajo la lluvia hasta el centro del patio, el con su cuchillo percudido, simulacro de machete envalentonado, simulacro de espada encantada de quijote, y él como era de esperarse, simulacro de caballero senil de novela de cervantes.
Alzaba  el brazo desafiante, con el cuchillo como extensión de ese brazo curtido a soles, ese manojo de huesos y nervios envueltos en baqueta vieja.
El rito comenzaba, bajo la lluvia sin compas ni descanso, el permanecía calmo, frente a la precipitación recitando un mantra secreto,  ininteligible, que se adivinaba pagano, hipnótico rezar bajo la lluvia
Mientras el curso del conjuro encontraba su camino hacia y en contra la naturaleza misma, el abuelo blandía el remedo de machete, hacia el cielo como si blasfemara contra lo que otros llamarían una bendición, blandiendo el arma gnóstica que empuñaba, como dirigiendo una orquesta que no atina a hacerse callar, esperando con el conjuro realmente cortar la lluvia,  desarticular las nubes tan fácil y sin riesgo con la facilidad que se arrancan pedazos de un algodón de azúcar.
Cuando la lluvia, comenzaba a aminorar, el abuelo le daba la espalda, al cielo con el gaznate lleno de truenos,  como quien después de ganar una batalla deja al contrincante en el suelo herido aun resollando injurias, para que vuelva sobre sus pies a darle el tiro de gracia u otra oportunidad de poder ganar la pelea, porque se prefiere todo, menos la humillación de la misericordia.
No podría decir que lo que el abuelo hacia era inútil, ya que, eventualmente la lluvia paraba, y sin embargo nunca le cayó un rayo, aunque literalmente rezaba por ello.

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